A Roberto López Moreno, el laconista
mayor, con amistad sempiterna.
Puedo más por lo que callo
que por lo que digo,
porque soy un hombre de humo
un hombre empostado en la ceniza
dotado de grises dominantes
que espolean el sarro
entre las uñas.
Grises que rasgan
las innúmeras caretas
y sus aletargados guiños,
cuya tolvanera de nombres
se diluyen en el anonimato.
Pero escuchemos.
Hay un gemido fluorescente
en las auroras,
un dolor que encalla
trás el roto párpado
de toda consumada arena.
Roberto, tú conociste
al cisne de los diurnos,
al prodigio del verbo citadino
que ahora descansa en San Isidro.
Reposa solemne
en esa pequeña tumba,
lo sabes,
tumba en la que sólo cabía
el cuerpo de un niño
allá en Azcapotzalco.
Mas la grandeza no es de cuerpos
porque si de ello se tratara
la danzante llamarada
no sería sinónimo del fuego,
pues la poesía
ha recostado en su regazo
únicamente a los puros
y a los desahuciados.
La obsidiana que en punta penetró
su curvado cuello de mármol
también se quebró
de tanta libación y sacrificio.
¿No fue acaso
enemigo suficiente el hambre?
¿No fue suficiente
el sol en sus espaldas?
Lengua de infinitas sequedades
que afiló su labia
en todo lugar que iba,
el poeta diurno y troquelado,
se ataviaba con la piel del viento.
Estuviste en la morada
donde la paz venció a la guerra
y el trocar de su lengua
se decantaba en máxima belleza,
sólo disponible,
para menesterosos y olvidados.
Recuerda, maestro del Ábrara que,
cuando el cisne de los diurnos se marchó
hubo señales crísticas
y este mundo no había retumbado tanto
como aquella tarde
en la cúspide del Gólgota,
ni con tanta virulencia
al haber constatado
la ausencia del crepúsculo
en los pulmones del poeta
Juan Bautista Villaseca,
quien escuchó el balido de la muerte
que también píaba con mesura
antes de reclamar
lo que ha nacido suyo.
Esa mirada se tornó al vacío
y le fue construyendo barrotes de seda,
crisálidas de once varas
con finísimos hilos
para no percibir el contacto
del común sentido.
Deambulaba encorvado
en la mocedad de sus minutos,
pegado a su bóveda labial,
el encumbrado verbo,
que llevaba una herida
demasiado abierta al rojo vivo
que parecía no querer sanar
sino abrirse mucho más.
¿Logró acaso con con sus versos
consolar al Hijo del Hombre?
¿Le habrá donado la sandalia rota
que calza el pie del indigente?
¡Que la tierra insista en retumbar
cada vez que nos deje huérfanos de luz!
¡Que la tierra se derrumbe
y que llore nuevamente!
Que venga la tormenta
con su espuma
y las ámpulas de su boca
con intenso vendaval.
No importa
que las llagas de la tierra
escarifiquen con sueños
nuestra piel.
No entristezcamos
pues se quedará entre los mitos
la sensualidad de una muerte prematura
y beberemos todo su bidón
de agua lustral
atrás de los sepulcros.
Obedeceremos los verbales designios
cuando los dejá vùs
se agolpen en las sienes.
Porque sólo un hueco bastará
y un puñado de amistades
en la justa entrada de lo inmenso,
pues los poetas siguen siendo niños
jugueteando con sus versos,
con toda su esencia
y con toda su rabia
contenida en su inocente corazón.