martes, 28 de septiembre de 2021

El ronroneo de la muerte


Entra paciente

con la gelidez de su consuelo

que se incrusta por la vena.

Un aire afrutado deviene, 

irrumpiendo con dulzón fermento

las cornucopias de la carne. 

Olor a transfiguración, 

a olvido e indolora ausencia. 

Tan eternos somos

en tanto que dura el alba. 

Gráciles felinos 

agazapados en la mesa. 

Frágiles orquídeas

moteadas de colores inauditos.

Nada escapará 

al señorío de la ceniza. 

Nadie tiene el poder suficiente 

parar aletear más rápido

que un glorioso colibrí. 

Todo lo sepulta el polvo

y nada es más poderoso 

que la nada.  

Nos ahogará amorosamente   

en una sola y última sonrisa, 

fugaz premonición en dicha 

antes de cubrirnos 

con su lengua persistente 

que nos zumba al oído. 


Un extraño sueño es esta vida, 

absolutamente amargo, 

a decir de los ascetas, 

antes del pronto despertar. 

Ni reyes ni musas ni cantos

han podido comprar 

tan solo un ínfimo latido 

más allá del que nos retumba

distraídamente.  

Se elevarán contigo, 

entre ronroneos violetas, 

esos diminutos querubines negros  

de pupilas infinitas. 

Te arroparán inmaculado para llevarte

como se llevaron al profeta, 

en un carruaje de fuego 

y de pie sobre las nubes. 

Quisiéramos estar

cuantas veces gire 

esta gran espiral de los astros. 

Perdurar lo más posible

como la montaña y el granito. 

Pero lo perpetuo no

nos fue obsequiado, 

solo vastedades incrustadas 

en los ojos de quien sueña.

sábado, 25 de septiembre de 2021

El heraldo de las tempestades

 Otrora fui cenzontle

el único danzante saturnal

en el disco del silencio. 

Ahora soy viajero, 

vaticinador de la noche,

ave que se posa 

en la penúltima cuerda 

de un pentagrama de aire. 

Otrora fui luciérnaga sin lecho, 

el heraldo de las tempestades. 

La oriflama de una curva letra 

que en su pabilo se mecía.

Ahora me erijo 

en llamarada azul incandescente 

sobre redondeles de alabastro y humo. 

Un tridente para los batracios 

que la mar afina presurosa, 

enclavándose en el lóbulo, 

de los que saben escuchar. 

Otrora deseaba 

que el sol muriera a los pies 

de cada una de nuestras ilusiones. 

Que desecara a las criaturas 

en sus gloriosas ruinas.

Pero ahora, 

remuevo la herrumbre 

del añil de la memoria,

toda esgrafiada

en sepias ruborosas

y grafitos de cobalto. 

Otrora deseaba 

un amor a pausas, 

más que aquel correspondido 

y que ha de abandonarse pronto. 

Ahora, 

tan solo deseo 

lo que no consume el fuego, 

pues vale más

el carbón constante del latido 

que la orfandad de las heridas.