domingo, 29 de diciembre de 2019

Corazón de viento



CORAZÓN DE VIENTO
                              
Con profunda admiración
                                          para el maestro, poeta y amigo
                                          Enrique González Rojo Arthur

Poeta es quien sostiene
un muro de luz en sus hombros
antes de que nos aplaste
con su luminoso estruendo.
Poeta es quien juega
con los perfiles de su sombra
y deja pasar a través de su pecho
las tímidas formas de lo oscuro,
y quien ha inventado
las siluetas de un fruto vocal
antes de morder con hambre
la frescura del durazno.

¿En qué desgastada órbita del átomo
se estará buscando el poeta
para volverse despiadadamente etéreo?
¿Por qué chirría su voz en este plano
como un leve rasguño
en el vidrio de los lagos quietos?
Hay una cicatriz incompleta
bañada de cuarzos peregrinos
en las memorias más añejas de su pluma.
Lo desbocan
en una anchurosa cascada de ilusiones.

El poeta mira y se pregunta
si los demás son capaces
de llenarse a sorbos con el sol de la mañana,
o de bañarse con la luna
en los campos del silencio.
Nadie tiene la fehaciente prueba de vivir
si no es por la contundencia 
del aleteo de un colibrí extasiado 
de arcoiris en sus manos. 
Uno es de donde el corazón se arraiga,
pero el corazón del poeta no se separa del viento.
Es una tenue cascabilla
que desde el aire avizora
las tragedias de los beodos,
de esos que no saben
cómo desprender sus pies
del lodo ambiguo de sus nombres
y se polvean la nariz mirando abajo,
a los charcos temblorosos de las calles.
En ese acantilado de quimeras fluorescentes
y fétidos neones
donde se regocijan tan insomnes
en hamacas disolutas.
 
Después de que los olmos
se llenen de canas doradas, angulares,
el árbol envejecerá de la mano del poeta,
para jamás dejar que su hueso
se quebrante a solas,
o que el tiempo,
reanude su ritual caníbal.
El poeta se añeja con poesía
y retoma la sacra primavera
cuando quiere regresar
al momento lúcido de infancia,
gloriosa de tanto color sobre las flores,
encendidas por un astro adolescente.

Al poeta no le importa
si el índice de Zeus con sus voltios
lo inocula con su fuego,
o que XipeTótec lo desolle a pausas
con la daga negra al final de su muñeca.
El bardo deja que Láquesis
le deshebre sus horas
tan dulcemente sustentadas,
como el pasivo gorrión oculto entre la malva.

De no ser por el don de los poetas
que desde su piel inalterable
nos guían por el sendero de lo real,
todo lo etéreo, desde su transparencia,
dejaría que las cosas
nos parecieran una miga inacabada.



                            - Hans Giébe
                               CDMX, 27 de diciembre 2019