La primavera trajo
su canícula incendiaria,
su fuego crepuscular
que sentenció
a cada cabizbajo narciso
al encierro,
llevando en la frente
su testimonio de oquedad
a media sombra...
Del espejo les extrajo
el relamido escombro
de felino agazapado en un rincón,
mientras,
en rústico aislamiento,
ellos eran fustigados
por los rumores de lo oscuro .
Las piedras meditaban
a la orilla del asfalto,
en las serranías enclaustradas bajo el cielo
donde la perpetuidad del polvo
los reclama con su furia.
Tras las rejas de las casas,
celdas perpendiculares,
los cuerpos se agazaparon
como la uña rota,
como la roja herida,
temblorosos y pequeños,
irradiando sus pantallas en la palma
con aquella fantasía lejana
y los vestigios pesticidas
cosquielleando en la oreja
del burgués,
haciéndole creer
que su permanencia es cierta,
que su vanagloria pesa,
siendo duradera,
sin haber demostrado jamás,
de manera fiel,
su mérito frente a los oráculos,
sin haber abandonado nunca
su porcino cuero
y el maquillaje cotidiano
que unta sobre el párpado.
Entre el agrio aliento de la peste,
estaban los otros.
Ningún temor sintieron
los que sabían que a su costado
se revuelca el infinito,
la sigilosa nada tras
el insistente grito del vacío.
Algunos le dimos la bienvenida
a las huestes del futuro,
a cada pulga infecta
y a cada diminuto óvulo
mercenario del silencio.
Así,
gato y hombre,
erguidos como la magra noche,
pasearon en sus señoríos
de calma citadina
sobre esa perezosa oruga
queriendo salir del ataúd
y que ha dejado de comer
por cuarenta y tantos días.
Ambos caminantes,
hombre y gato
esperan,
cautelosos,
a que la muerte
se evapore bajo el sol
al igual que la salada espuma
cuando los mares la disipan.
su canícula incendiaria,
su fuego crepuscular
que sentenció
a cada cabizbajo narciso
al encierro,
llevando en la frente
su testimonio de oquedad
a media sombra...
Del espejo les extrajo
el relamido escombro
de felino agazapado en un rincón,
mientras,
en rústico aislamiento,
ellos eran fustigados
por los rumores de lo oscuro .
Las piedras meditaban
a la orilla del asfalto,
en las serranías enclaustradas bajo el cielo
donde la perpetuidad del polvo
los reclama con su furia.
Tras las rejas de las casas,
celdas perpendiculares,
los cuerpos se agazaparon
como la uña rota,
como la roja herida,
temblorosos y pequeños,
irradiando sus pantallas en la palma
con aquella fantasía lejana
y los vestigios pesticidas
cosquielleando en la oreja
del burgués,
haciéndole creer
que su permanencia es cierta,
que su vanagloria pesa,
siendo duradera,
sin haber demostrado jamás,
de manera fiel,
su mérito frente a los oráculos,
sin haber abandonado nunca
su porcino cuero
y el maquillaje cotidiano
que unta sobre el párpado.
Entre el agrio aliento de la peste,
estaban los otros.
Ningún temor sintieron
los que sabían que a su costado
se revuelca el infinito,
la sigilosa nada tras
el insistente grito del vacío.
Algunos le dimos la bienvenida
a las huestes del futuro,
a cada pulga infecta
y a cada diminuto óvulo
mercenario del silencio.
Así,
gato y hombre,
erguidos como la magra noche,
pasearon en sus señoríos
de calma citadina
sobre esa perezosa oruga
queriendo salir del ataúd
y que ha dejado de comer
por cuarenta y tantos días.
Ambos caminantes,
hombre y gato
esperan,
cautelosos,
a que la muerte
se evapore bajo el sol
al igual que la salada espuma
cuando los mares la disipan.