Presencié
el flamígero mutismo
de esa luna herida
por un rasguño de lechuza,
o quizá fuera una nube
que surgió del canto
y las esferas,
vibrando filamentos,
claves, notas,
en la hierba.
Presencié la tosquedad
de la penumbra que,
abundante de misterios,
dormitaba tiernamente
en su sudario de luz.
Presencié
lo que tiene presencia
y retiré de mis ojos
del saco vitelino de lo oscuro,
de su bruma espesa
que rodeaba mi cabello
y mi labia virgen.
Nadie había, nadie,
en aquel entonces pétreo.
Inhóspitos eran los bosques,
ensimismados, tímidos.
Ninguna voz
se ufanaba de su estruendo.
Todo era puro, todo,
primigenio.