A todos los gatos del mundo
Los
gatos saben
cuán
enfermos estamos de soledad.
Los
gatos conocen,
con
esos ojos de faro,
los
misterios del mundo.
Los
gatos son
la
perfección del universo.
Con
esa rasgadura vertical
conocen
de la ligereza
de
nuestras pisadas.
Les
incomoda
nuestra
condición de humo
y
nos escrutan con su ceño altivo.
Aman
más y mejor que nosotros.
Aman
con furia y desquicio.
En
su nariz aún hay polvo,
arena
piramidal de Egipto.
Limpian
su infinito pelaje
como
sacudiéndose los maleficios.
Entre
jeroglíficos,
hombres
y felinos se consolaron
por
su mortalidad infecta.
Los
gatos conocen bien
los
decretos de la vida,
de
allí su tranquila sustancia
y
su goce por las viandas
que
depositamos en su boca.
Su
rasposa lengua
nos
testifica con ironía
cuando
lamen nuestros dedos
al
elevar inútiles plegarias.
Con
memoria retráctil,
y
con sus cuatro pequeñas garras,
nos
aprecian a su modo.
Su
adicción a las almohadas
viene
de las distantes eras
al
igual que el sedante
de
su ronroneo.
Duermen
a nuestros pies.
Bostezan
hondo,
su
boca es remolino donde caben
los
gritos del tedio y,
de
vez en cuando,
una
infesta rata de entre millares.
Ojalá
ingirieran hombres,
pero
sus colmillos
son
espinas delicadas.
Los
gatos no mueren en casa,
son
arrastrados a la coladera
como
aquel niño bajo la tormenta,
Ellos
son masacrados
por
sus instintos y sus amoríos,
por
el hocico de un perro tosco.
Su
tumba la encuentran
a
plena calle o en el monte,
en
un rincón húmedo
oloroso
a tierra lloviznada
bajo
los rosales.
Los
gatos no mueren de viejos.
Van
a confrontar su destino en soledad
sin
hacer alarde de su valentía.
Desdeñan
la quietud,
y
la desdeñan tanto
que
no mueren en la casa
que
tanto han amado.