Cierta
clarividencia
que
proviene del costillar de mi voz
e
imanta todo átomo viajero
y
cada célula latiente.
Es
fuselaje de luciérnagas,
de
memorias rasas.
Un
raro voltaje de estremecimientos.
Yo
le llamo musa
a
todo lo que me empuja
a
recrear el mundo o a destruirlo
sin
esquemas ni bocetos.
Le
llamo musa
al
latigazo de éxtasis y rabia,
al
diálogo nocturno
entre
el sueño y la palabra.
Mi
musa se baña
ofreciendo
su dorso
en
fuentes de nébula y resina
para
volverse
transparencia
de agua,
eclosión
de fuego,
devenir
en néctar que me abrasa.
Ella
me consume
con
su deseo caníbal.
De
este modo viene a mí
para
traer
con
el cuenco de sus manos
el
flujo de su alquimia
entre
los pliegues
de
esa boca oculta suya.
Reaviva
esta vista enferma
de
mundo y de materia.
Con
las piernas al desnudo,
mitad
cubierta por telares,
me
arrulla con finas redes,
transparentes,
bajo
oscuras pantimedias
desgarradas
abriendo
sus misterios
para
infiltrar su savia
entre
mi carne.
Mi
musa es el viento,
la
hoja que repudia la rama
y
se entrega a los vacíos.
Mi
musa es
todas
las mujeres en una.
La
mujer flor, la mujer tierra,
la
mujer lluvia.
Mi
musa es esa espina
en
medio del oráculo,
una
canción
que
me envina de versos
hasta
ahogarme.
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