La
música es prueba de una vitalidad superior,
de
una llamarada que va más allá de los sentidos.
La
vibración de cada objeto inerte,
incluso,
esa
cuerda apenas legible en el abismo.
Cuerda
que vibra las partículas
de
un vals impredecible,
partículas
que vibran hasta desfallecer
y
dar a luz
a
los nuevos seres envinados de alegría.
No
me extraña que Vivaldi,
veneciano
prodigioso,
fuera
un portal hacia parajes aprensibles.
Que
sus cabellos rojos
hayan
sido la evidencia de un fuego portentoso
sin
dejar de ser un hombre santo.
La Folia,
título
de una obra barroca
que
fuera reinterpretada por variados dedos,
enloquecidos
por esas notas plagadas
de
una juventud sempiterna
hasta
desgastar su precaria lija dactilar
y
así penetrar en lo armónico.
Y
¿qué es la música?
sino
el artificio de la mansa voz del universo.
Y
¿qué es la música?
sino
la belleza intangible de lo vivo.
¿Qué
es la música?
La
poesía incrustada en cada uno de nosotros,
por
eso danzamos, por eso cantamos
embriagados
de un licor ultraterreno.
Una
canción de cuna
para
aliviar nuestros suplicios.
Música
inagotable para regocijar
el
oído enamorado del amante
y
deleitar con deliciosos estertores
a
las fieras desgarrándose entre sí,
con
las tripas ardientes de la viola,
del
cello y la lujuria del violín.
Del
italiano Folia, que significa locura.