Ardió
junto a la carne de la noche
en un rincón de la creación.
Ardieron sus párpados
como aerolitos
al rielar en sus pestañas
un cabello
teñido de estrellas,
de ébano y equinoccios.
Había algo de perpetuo
en sus dedos,
mismos que pasaba distraídos
en la abertura primordial
de un jazmín ardiente,
retractilado,
custodio de la blancura
de sus ojos.
Un lunar,
próximo a su muslo,
era una monera
hacia el descenso.
Ninguna flor en agonía,
ni sus tallos resecos,
yo le quise tributar.
Se fue con la espuma
que mi soledad resopla,
sin anhelar otra cosa
que el tamborileo
entre mis venas,
porque las ausencias
pesan,
pesan,
pasan.

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