Tuve
un reloj de pulsera
que
podía caminar hacia atrás.
No
medía los bruscos pasos del tiempo.
Se
retorcía como un animal asustado
cuando
giraba su minúscula perilla
hasta
casi reventar la cuerda.
Sus
engranes, llenos de óxido solían
rechinar
como una boca hambrienta.
Fue
un regalo de cumpleaños,
hace
mucho, hace tanto...
Cuando
comprendí que el paso de los años
se
anegaba en la carne y en la sangre,
me
quité de la muñeca ese artefacto
y
lo estrellé contra la roca
hasta
dividir su cubierta en pedazos.
Lo
abandoné en el cajón de un escritorio.
Tenía
un tipi apache en la carátula
y
dos manecillas negras
que
me hipnotizaban.
Se
quedaron señalando una contra otra,
como
lanzando una injuria acusatoria,
sin
piedad y sin memoria.
* * *
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