No cometeré el error
de no vivir en el incendio
como aquellos que le rinden culto
a la materia.
No vacilaré
en desdeñar la opacidad de los templos
que desprecian
la urente fragancia de la carne.
No dimitiré
sin haber explotado delicadamente,
y de nariz en nariz,
cada rostro de los girasoles
empotrados en la sequedad
del firmamento.
Que la locura borbotee
en sus semillas
y sustituya los vanos artificios
de los que nunca amaron.
Que la locura se propague
porque vulnerables son
al carbón enrojecido.
Ojalá que el delirio se derrame
en la frente y en la vista,
en la cavidad del oído,
porque amar
es arriesgarse siempre
cual maraña
en la flama del anhelo.
Amar,
definitivamente,
es un morirse de a poco,
cargando las ilusiones propias
y sosteniendo las ajenas.