Con vocación de odio
macero mis sueños en la nuca,
porque creo,
en la devastación de los astros,
en los murmullos del polvo,
en la divinidad de las larvas.
Aunque el caos
esté enamorado de sí,
aún veo revolotear a las abejas
para no caer
en el telar de las arañas.
Porque el dolor me suma,
como aquellos que cargan el fardo
y la herida desde la infancia.
Me suma un dolor
como la aguja en la pupila de lo vivo
que jamás se presta a zurcir
las facciones de una sombra,
esa que se irá,
con la misma casualidad
con la que llegó
arrastrándose a mis pies.
No pasaré desapercibido,
yo, que he cuidado
cada uno de mis pensamientos
como a una luciérnaga
en los días de seca y de osamentas.
Aunque no haya terciopelo en mi caída
o un suspiro entre las bestias,
tan fundamental,
como cierta melodía
entre las sienes del viajero,
mis ojos seguirán fijos
en la lejanía de las montañas.
Nuevamente,
he recurrido al insomnio
por su afinidad con el humo.
No le temo a la tormenta,
sino al abrazo de los hongos
cuando aromatizan toda tumba.
No le temo,
me digo entre los dientes,
a darle la espalda a la vida.