La
palabra cede
ante
la conglomeración
de
las estrellas,
a
la vívida plaquette
que
se expande
en
el platino de la escama
cuando
arquea sus sílabas
de
la cola hasta la lengua.
Los
remolinos le dan su forma
y
predicen el giro infinitesimal,
mientras
un navío que transita
por
constelaciones
como
buscando la gamuza
del
helio y el dorado
resopla
sus diáfanas velas.
Allá,
en
el tumor anochecido,
expande
la vida
su
glamuroso matiz marcado
en
el electrocardiograma
de
un quásar insomne.
El
carbón de fuegos estelares
continúa
inmisericorde
en
su cumbre pedestal,
pero
a la vez hermoso,
en
ese mar oscuro
con
todos sus excesos.
Abraza
con
las olas del silencio
al
solitario faro indoblegable
ante
los extravíos
de
la sal atomizada
en
la tempestad.
Soles
rotos, desollados,
virtud
de los vencidos
por
el furioso cosmos
y
su gran acantilado
que
por garganta ostenta,
compasiva,
una
diana que se angosta.