En
una mañana dominical,
Frida,
Diego y yo
caminábamos
bajo la floresta.
Frida
se ofreció a cargar mi portafolio
con
algunos asuntos legales
y
poemas sueltos
escritos
con pluma fuente,
a
la vieja usanza y conforme
las
tradiciones císnicas lo exigen.
Ella
me preguntó
si
era necesario seguir
la
lucha por el pueblo,
arriesgarnos
a que nos dijeran
anarquistas,
chairos, comunistas.
Yo
le dije
que
era parte del destino:
Vivirlo
todo,
experimentarlo
todo,
incluso
ser revolucionarios,
apóstatas,
herejes, mártires,
pero
que el vértice primordial
fuera
siempre nuestro arte.
Arte
con pinceles,
arte
en los murales,
arte
en la palabra,
arte
en uno mismo.
Diego
imaginaba
el
retorno de las glorias pasadas,
en
los recintos académicos
y
los palacios nacionales.
Frida
volvería a desnudarse
para
ser plasmada,
si
no por su propio pincel,
sí
por la lente atónita
ante
la glorificada musa.