Che, testificamos tus nupcias en Tepotzotlán,
cuando nuestra bienamada tierra te unió con
Hilda Gadea.
Un colibrí, numen de la guerra, te coronó de
soles
antes de elegir un bando en la perpetua lucha
libertaria.
La selva del sur te obsequió un jaguar como guía
y un quetzal que bajaría del cielo con oráculos.
México te crió revolucionario, Che, no lo
olvides.
Sus noches de luna con su gesta de luz te
cobijaron.
Desde entonces, como hoy, el festín de los
despojos
que deja la codicia esparce su terror
grandilocuente.
La serenidad de la hierba se perturbó de tanta
opresión
y se enroscaba tiritando de infinitos, de pus
nocturna,
de ojivas de capitales en los bancos y mercados.
América aún te necesita, Ernesto Che Guevara.
La verdad sepultará al avaro, la codiciosa
bestia,
a sus carcajadas y a todos sus adeptos que le
aplauden.
Sepultará sus toscos cuerpos que se beberá el
olvido.
Cercenará sus cabezas, terrones diluidos en la
boca de la nada.
Che, tu soñaste a párpado abierto sin temores
cotidianos,
nunca extraviaste el fuego que trozaría nuestras
cadenas.
Salimos de la cueva, donde las hienas danzan
como sombras,
con sus gobiernos que se ufanan de explotar a
los obreros
y pisar los cadáveres de sus hijos, con la garra
de su pata
sobre el frágil cuello, y la otra pata, sobre el
vientre infante.
Era momento de abolir los pedestales, tú lo
sabías Che.
De nuevo, el vapor de un sol pequeñito dentro
mío,
de ciertos encantos de igualdad, viene a mi
brasa
y se deja caer a manera de lluvia en escarlatas
relucientes.
Exalto de la vid fraterna que pasamos de boca en
boca
como el canto continuo de lenguajes sumerios,
antiguos.
Y me viene de pronto tu nombre a la memoria:
Che Guevara de la Serna.