Puso un guijarro
entre muela y muela
para conocer los límites
de sus ilusiones,
mientras
las gotas de un tejado
entonaban dulcemente
el andar de los ecos
y el incierto manjar
de la mañana.
Sonámbulo de día,
aquel hombre
no conoció siquiera
el cascabillo de una dicha
en la burlona mosca
a la orilla de su plato.
Ni desconoció,
la oración del solitario
o la retráctil garra
de lo oscuro.
Ese afable vagabundo
recargó su frente
en la pizarra del cielo
justo en los bordes
de una nube.
Ese mismo día,
dejó caer la sucia tiza
cansado ya de dibujar
las vastedades.
El emperador de las sombras,
el indoblegable viento,
caminaba
bajo pétreas comisuras,
que aún resguardan
los dones y prodigios
de épocas remotas.