Al gran poeta y amigo, Genaro González Licea
El poeta debe ser la herida,
una herida que hiere y ensalza,
que ampula y explota
sin cauterizar el laberinto.
Una herida que revienta
a todo aquel
que no haya estado herido.
A quien le falte una incisión,
que acuda a la navaja del poeta
para punzar allí
donde el nervio salpica
los impasibles rostros de la bruma.
El poeta envía un telegrama
a la neurona
para que siga azuzando la sangre.
Porque, alarido es la herida,
y la garganta un remolino
donde se aviva.
Es el cabrilleo de un quásar,
a su suerte abandonado,
para dar a luz
a la luz.
Alguna vez
el poeta metió su mano a la bolsa
de un pantalón descolorido
como buscando una moneda,
pero solo palpó un agujero
que lo tocó primero
con su oscura cicatriz
y algo de pelusa
de un vacío que se vacía.
Bebió del cuenco de sus manos
la tristeza de la infancia,
llenado muchas veces
por goteras de una casa
enyerbada entre la milpa.
La lágrima se evaporó
mientras el poeta era un petirrojo
avasallado por la lluvia,
y su recuerdo,
un mural herido
agrietándose en el otoño.
El poeta
aún se hiere en las madrugadas
consigo mismo,
en la alcoba del ente,
tan gélida
como la soledad de los muertos
y más dura que el basalto
aromado por un grano de café.
Él escucha para sí y traduce
el susurro de los grillos,
el rezumbar del mosquitero
que ha atrapado
las variadas notas y los timbres
con la lengua de los sapos.
El poeta ve
en el blanco de la hoja
la muerte de todos,
y, la muerte del todo,
en la punta de su pluma.
Jamás le faltó projimidad
ni empatía con los caídos.
Él, se quitó
el pan de la boca
para colocar un verso
en la boca del enfermo.
Jamás le faltó nada,
pues siempre tuvo a la poesía.
Ese poeta
quiso dejarle una herida a la vida,
y lo logró.
Recordarle que,
él fue la herida
mucho antes de la herida.