Entra paciente
con la gelidez de su consuelo
que se incrusta por la vena.
Un aire afrutado deviene,
irrumpiendo con dulzón fermento
las cornucopias de la carne.
Olor a transfiguración,
a olvido e indolora ausencia.
Tan eternos somos
en tanto que dura el alba.
Gráciles felinos
agazapados en la mesa.
Frágiles orquídeas
moteadas de colores inauditos.
Nada escapará
al señorío de la ceniza.
Nadie tiene el poder suficiente
parar aletear más rápido
que un glorioso colibrí.
Todo lo sepulta el polvo
y nada es más poderoso
que la nada.
Nos ahogará amorosamente
en una sola y última sonrisa,
fugaz premonición en dicha
antes de cubrirnos
con su lengua persistente
que nos zumba al oído.
Un extraño sueño es esta vida,
absolutamente amargo,
a decir de los ascetas,
antes del pronto despertar.
Ni reyes ni musas ni cantos
han podido comprar
tan solo un ínfimo latido
más allá del que nos retumba
distraídamente.
Se elevarán contigo,
entre ronroneos violetas,
esos diminutos querubines negros
de pupilas infinitas.
Te arroparán inmaculado para llevarte
como se llevaron al profeta,
en un carruaje de fuego
y de pie sobre las nubes.
Quisiéramos estar
cuantas veces gire
esta gran espiral de los astros.
Perdurar lo más posible
como la montaña y el granito.
Pero lo perpetuo no
nos fue obsequiado,
solo vastedades incrustadas
en los ojos de quien sueña.
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