Otrora fui cenzontle
el único danzante saturnal
en el disco del silencio.
Ahora soy viajero,
vaticinador de la noche,
ave que se posa
en la penúltima cuerda
de un pentagrama de aire.
Otrora fui luciérnaga sin lecho,
el heraldo de las tempestades.
La oriflama de una curva letra
que en su pabilo se mecía.
Ahora me erijo
en llamarada azul incandescente
sobre redondeles de alabastro y humo.
Un tridente para los batracios
que la mar afina presurosa,
enclavándose en el lóbulo,
de los que saben escuchar.
Otrora deseaba
que el sol muriera a los pies
de cada una de nuestras ilusiones.
Que desecara a las criaturas
en sus gloriosas ruinas.
Pero ahora,
remuevo la herrumbre
del añil de la memoria,
toda esgrafiada
en sepias ruborosas
y grafitos de cobalto.
Otrora deseaba
un amor a pausas,
más que aquel correspondido
y que ha de abandonarse pronto.
Ahora,
tan solo deseo
lo que no consume el fuego,
pues vale más
el carbón constante del latido
que la orfandad de las heridas.
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