viernes, 25 de enero de 2019

Ojos de faro



Los gatos 
saben cuán enfermos 
estamos de soledad...
Los gatos, 
con sus ojos de faro 
sobre las horas, 
rasgadura vertical, 
conocen la ligereza 
de nuestras pisadas.
Les incomoda 
nuestra condición de humo 
y nos escrutan con su ceño altivo.
Aman más y mejor que nosotros.
Aman con furia y desquicio.
En su nariz aún hay polvo, 
arena piramidal 
del Egipto antiguo. 
Se lamen su infinito pelaje
como sacudiéndose 
los maleficios terrenos. 
Entre jeroglíficos,
hombres y felinos se consolaron 
por su mortalidad infecta.
Los gatos conocen bien 
los decretos de la vida, 
de allí su tranquila sustancia
y su goce por las viandas 
que depositamos en su boca. 
La rasposidad de su lengua
nos testifica con ironía
cuando lamen los dedos
al elevar inútiles plegarias.
Con memoria retráctil, 
y con sus cinco pequeñas garras,
nos aprecian a su modo. 
Su adicción a las almohadas
viene de las distantes eras
al igual que el sedante 
de su ronroneo.
Duermen a nuestros pies.
Bostezan hondo, 
su boca es remolino donde caben 
los gritos del tedio,
y, de vez en cuando,
una infesta rata de entre millares.
Ojalá ingirieran hombres,
pero sus colmillos
son espinas delicadas. 
Los gatos no mueren en casa,
son arrastrados a la coladera 
como aquel niño bajo la tormenta, 
Ellos son masacrados 
por sus instintos y sus amoríos,
por el hocico del tosco perro. 
Su tumba la encuentran 
a plena calle o en el monte
...en un rincón húmedo 
oloroso a tierra blanda
bajo los rosales. 
Los gatos no mueren de viejos.
Van a confrontar su destino 
en soledad, sin hacer alarde 
de su valentía. 
Aborrecen la quietud, 
y la aborrecen tanto 
que no mueren en la casa 
que tan demasiado amaron.