Los gatos
saben cuán enfermos
estamos de soledad...
Los gatos,
con sus ojos de faro
sobre las horas,
rasgadura vertical,
conocen la ligereza
de nuestras pisadas.
Les incomoda
nuestra condición de humo
y nos escrutan con su ceño altivo.
Aman más y mejor que nosotros.
Aman con furia y desquicio.
En su nariz aún hay polvo,
arena piramidal
del Egipto antiguo.
Se lamen su infinito pelaje
como sacudiéndose
los maleficios terrenos.
Entre jeroglíficos,
hombres y felinos se consolaron
por su mortalidad infecta.
Los gatos conocen bien
los decretos de la vida,
de allí su tranquila sustancia
y su goce por las viandas
que depositamos en su boca.
La rasposidad de su lengua
nos testifica con ironía
cuando lamen los dedos
al elevar inútiles plegarias.
Con memoria retráctil,
y con sus cinco pequeñas garras,
nos aprecian a su modo.
Su adicción a las almohadas
viene de las distantes eras
al igual que el sedante
de su ronroneo.
Duermen a nuestros pies.
Bostezan hondo,
su boca es remolino donde caben
los gritos del tedio,
y, de vez en cuando,
una infesta rata de entre millares.
Ojalá ingirieran hombres,
pero sus colmillos
son espinas delicadas.
Los gatos no mueren en casa,
son arrastrados a la coladera
como aquel niño bajo la tormenta,
Ellos son masacrados
por sus instintos y sus amoríos,
por el hocico del tosco perro.
Su tumba la encuentran
a plena calle o en el monte
...en un rincón húmedo
oloroso a tierra blanda
bajo los rosales.
Los gatos no mueren de viejos.
Van a confrontar su destino
en soledad, sin hacer alarde
de su valentía.
Aborrecen la quietud,
y la aborrecen tanto
que no mueren en la casa
que tan demasiado amaron.
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