El bosque murmura
los pétreos anhelos de un conde,
justo en ese jardín
donde los cuervos timbraron
las venas de la tierra.
Fue su palacio de hojas,
su recinto de pesares solitarios.
¿Cuántas veces habrá paseado
imaginando veredas de oro
y caminos de cuarzo titilante
para apaciguar sus vacíos?
Mi infancia aún brota
en el mismo manantial
donde él apagaba su sed.
Ni con todas sus minas
pudo compensar
la belleza del cielo y la nube.
Las flores son de los vivos,
mas no de los muertos.
Poderoso y rico es quien respira.
El agua liberada
aún es de témpano y turquesa,
y los peces
en la corriente se adormecen
con sigilo.
He gritado mi nombre
en ondulosas cuevas,
encontrándolo solo,
temblando,
bajo la infinita hojarasca.
Si bien es cierto,
aquí soy dueño de todas las formas,
y mi reino lo he fundado
en el minúsculo caparazón
de un tímido molusco
a la orilla del lago,
en la húmeda bellota
cubierta de seda
por el vientre de la araña.
El domo
de una hoja seca de durazno
es mi pequeña alcoba.
Porque mi reino abarca
lo que abarca el aire,
lo que consume el fuego
y la noche palpa.
Le he vuelto a gritar mi nombre
a la oscuridad de la caverna,
pero me ha respondido
la cansada voz de un conde
atrapado en los ecos
que corren y corren
sin poder hallar su destino.
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