Para celebrar la primavera con vehemencia
y disipar los cirros en el aire,
he avivado la ráfaga fueguina
en cada lengua de la rama.
A cambio,
he recibido del dorso
de un maravilloso árbol de fuego
el perfume de una amante
en un sarcófago de ámbar
cubierto de lúbricas canciones.
Mujer,
¡cuánto mundo te he perdonado,
cuánto respiro terrestre
destilando su jugo en las esteras!
Para seguir exhalando en las cumbres
los rubores de la tarde
como guardian y fogonero,
como esos poetas y chacales
que al diablo custodian
para apaciguar su intensa llamarada.
Ese árbol de fuego
que por las noches ha velado mi sueño
y por las mañanas yo el suyo
ha crecido en medio de la urbe,
adornando cementerios de concreto,
tan mecánicos y estériles,
como un termitero de carne.
Al cobijo de un árbol de fuego,
me vi bailar
con ninfas y faunos
incitándolos a la prostitución.
Una fiebre me arropaba
como una marea de luciérnagas
a contra viento
y una cimitarra que con su filo
dividía el rojo y sus contornos.
León, Guanajuato.