Tan fruto y tan carne eres
que tanto habré de degustarte a solas.
Mujer que te embelleces
a cada paso dado sobre arena,
abstraída en ti, inmersa y tan cautiva,
dueña eres de la tierra
del tiempo roto en el curvado péndulo.
Te veo en esos antros,
en los tianguis y aceras,
Te veo en Venecia o en Amecameca,
en París o en Noruega,
de tez mediterránea te anhelo,
culminada a párpado bronceado
de pálidos embrujos y perfumes,
te veo en mis húmedas almohadas.
Me cautivas hondo y hondo me consumes
en tu suave liguero de vanadio
que enredas y que ajustas
a las nocturnas redes de tus piernas
o al mousse crepuscular de tu cabello.
Hembra mía, radiante,
hechicera ojidulce,
dadora de caricias terciopelo
en negación a tus prístinas uñas.
Abrevaré de tu cauce en la punta
y calidez del seno.
Mujer mía, es verdad,
que todos esos cisnes
se parecen demasiado a los ángeles
y verdad que soy yo
lo más cerca y semejante a los cisnes,
pues nuestra filiación
es por un hilo de luz en picada
al fondo del océano,
con seres condenados
al oscuro ritual de su descenso.
Fémina de atunados labios, dama,
rajada vulva que ama
al respiro leve, al compás inverbe
al tacto de mis dedos.
Empieza a clarear esta mañana
y te veo a mi lado.
Cambié para ti diez gotas de sangre
por una sola de semilla láctea
que ofrecí solemne sobre tu espalda.
Recogimiento en flor,
el ideal y el eros
de nuestra carne conjurada en carne.
Lo único que yo he podido tomar
de vetustos y agrestes callejones,
es esta sombra que arrastran mis pasos
bajo épicos balcones.
Mujer, ya no regreses,
deja la memoria serena, intacta
pues tienes mi bufanda
y un par de alunadas noches en velo.
Recordarás esta verdad por siempre:
todo corazón nace ya ocupado,
por el constante anhelo
de amar o ser amado.