Ciudad de México,
entro y salgo herido de tu vientre.
En tus venas saturadas
todos somos un obstáculo,
benditos o malogrados de tu urbe.
¿Adónde pasarán la noche
los abandonados?
¿Bajo qué láminas piadosas
refugiarán su dulce rostro?
Nunca el sol
ha repudiado la mejilla
de ningún huérfano en harapos.
Jamás dejará
que los goznes en penumbra
les trituren sus falanges.
La nube incandescente
les regalará una ostia de maíz
y el profundo sueño del cansancio,
más un par de luciérnagas ajenas
bajo un árbol de Belén
que en las casas se deseca.
Los niños ricos implorarán en la cena
por espectros y otras sombras,
por esos que nadie los musita.
No me avergüenza escribir
o callar en su presencia.
El lenguaje
ya no me es indispensable.
Su ímpetu estelar, quizá.
Los ecos de la sangre,
granulados de una sal antigua,
suenan como quien le acerca
un vaso con agua, al ras,
a esos que cruzan sonámbulos
frente a nuestros ojos.