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Maceriae
la
ciudad de los bardos
(1/3)
Había llegado desde el sur de Bélgica,
aquel día de lluvia que tenue se agolpaba en mis mejillas, capturando una
soledad cotidiana que exhalaban los bosques y las flores. Se respiraba un olor
a yerba y húmeda hojarasca que cubría esa lejana provincia de las Ardennes. Después de una estancia en
Bruselas y Charleroi, soportando ese tosco lenguaje con un acento mestizo entre
el neerlandés y el francés, por fin cruzaba la frontera para encontrarme en el
país que tanta delicada luz ha dispersado en el mundo: Francia. Desde hacía
años, desde aquella juventud primera y ardorosa, yo ni siquiera hubiera
imaginado ese viaje que realizaría hacia un templo dedicado para bardos y
bohemios. Buscaba una ciudad que se había construido alrededor de un mito que
la poesía había edificado en el viento, alrededor de un jovial misterio hecho
carne al que la naturaleza le había obsequiado el mayor de los dones cuando
expulsaba de su voz ciertos fuegos indecibles. Él, más que un poeta, se llamaba
a sí mismo un Vidente.
Maceriae era el nombre de esa ciudad. Fue
un asentamiento romano a orillas del río Meuse que aún conecta con el furioso y
grisáceo Mar del Norte; también fue línea divisoria en la época de Carlomagno
hacia el 843 para fijar el occidente de la Francia y el resto del Sacro Imperio
Romano-Germánico. El escudo de armas de la ciudad fue diseñado con una letra
capital amarilla y con dos rastrillos de oro sobre un fondo rojo. Más de un
siglo, por allá del Cinquecento, fue dedicado a construir una iglesia para
Nuestra Señora. En 1521, Bayard defendió la ciudad contra las invasoras tropas
imperiales de Carlos V. La nueva iglesia d´Etion, con su rectángulo alargado
hacia los cielos, como una pieza de dominó petrificada, alguna vez, en la Edad
Media, fue una pieza incendiada por el conde de Nassau en una de tantas
reyertas por el territorio.
Mi abrigo negro, largo hasta las
rodillas, mi cabello suelto, y esos zapatos de piel alemanes que soportaron mis
andanzas por la antigua Aquisgrán, entraron solemnes, contraviniendo con el
suavizado ocre-naranja de las piedras que gráciles se elevaban al cielo como un
muro inamovible. Entré por la fuente del duque de Gonzague, inseparable de su
montura, que en posición ecuestre me decía “avanza”. Conforme caminaba hacia el
lugar de los monumentos y las joyas que las letras nos han conferido, los
enormes edificios del más delicado estilo francés se abrían simétricamente con
sus arcos para dejarme pasar. Yo, atónito, fuera de sí, apenas sintiendo mis
pies atraídos por la gravedad y mirando boca arriba los blancos ventanales que
se adentraban hacia las persistentes nubes, parecía avanzar como una fumarola.
Algunas personas con sombrilla en mano miraban los aparadores en una pose
ridícula; aún la mayoría de la gente de esa ciudad conserva orgullosa su lengua
y su fisonomía galaica. En el centro de La
place Ducale estaba un enorme y estático carrusel, con tímidos caballos de
porcelana casi de tamaño natural y de diversas razas, simulando un alargado
salto que se ha congelado al igual que sus relinchidos insonoros saliendo de
sus hocicos perfectamente barnizados. Sin viento, sus crines se desplegaban
como abanicos capilares. La circunferencia de ese bello carrusel y una modesta
fuente en el centro, contravenían deliciosamente el orden cuadricular de los
palacios.
Seguí avanzando hasta el otro lado de la
enorme plaza donde había una pequeña torre rematada con un reloj que marcaba
las dos y cuarto; debajo de ese monolito consagrado al tiempo, unas mesitas
rojas esperaban relajar aún más el ocio de los visitantes con una copa de vino.
Entonces, miré a la derecha, y una especie de túnel artificial hecho por la
terminación romboide de los tejados con sus discretas buhardillas, dejaba ver
al final la fachada de un viejo molino en el que fueron depositadas las
reliquias del Vidente. Autos de
plateado chirriante interferían en mi travesía, pero por fortuna, la calle no
era obstruida por la turbamulta y las puertas de arce entintadas, y los
cerrojos y las chapas, parecían irradiarme cierta alegría.
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