Movimiento Laconista
(Breve Prólogo)
“En el principio no fue el verbo…”
Había un cosmos enclaustrado, melodiosas
noches deambulando por la eternidad en ínfimas gotas de éter concebidas en el
vientre mismo de la nada. Por una diminuta grieta se fugó el tiempo, de esa
roca ovoide donde estaba comprimido todo lo visible, todo lo tangible. Inmóvil
estaba el movimiento. Y eclosionó de pronto, rasgando el duro cascarón de la
materia.
En la primera infinitésima de segundo, cada
voz y sombra más allá del fuego, auguraba las vidas postreras, y cada
tridimensional forma estaba dispuesta a respirar como insecto o como estrella.
En aquel murmullo primigenio habitaba un solo verbo tembloroso que era apenas
un aroma, pero jamás signo, una melodía sin notas como fiel paisaje de la
ausencia. La gran explosión desató los génesis y las revelaciones. Billones de
fragmentos perfumados con vocablos colonizaron el espacio e inocularon los
mundos con esencia. Cada criatura, desde su tenue fragilidad, intentaba
describir con un gemido la belleza del primer instante. Pero ninguna lo pudo
lograr.
Hasta la llegada del hombre, que con su
aliento cristalino pudo entrelazar las transparencias con objetos. Con sus
manos se construyó sutiles artefactos para capturar sus pensamientos y dar vida
a sus imaginaciones. Del saco amniótico de la oscuridad extrajo la palabra y
aprendió a sacar luz de su propio abismo. El ronronear de las horas lo dejó
escurrir sobre una tablilla de arcilla, hecha del mismo material que su rostro.
Utilizó la semielipse de sus uñas y la entintada pluma de esplendorosas aves
para inventar sus múltiples lenguajes.
Desde entonces, el hombre surca las
inaprensibles distancias del ensueño, y con menos de una veintena de palabras,
un día logró decir:
“En el principio no fuel el verbo… sino el silencio.”
-Hans
Giébe, México 2014.
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